lunes, 1 de agosto de 2011

El barco hundido

La señorita de la tienda ajustaba a mi cintura la seda salvaje del vestido de novia con alfileres de cabeza blanca.
Mi madre sonreía.
Cuando mi madre sonríe quiere decir que yo he hecho lo correcto. Quiere decir que están creciendo las primeras malvas de mi tumba.
Cierto que el vestido era simple, a la altura de la rodilla y ella hubiese querido un modelo con cola, diadema y tul. Pero no podía ser con aquella panza marcada por un embarazo de seis meses.
Al menos era blanco.
Blanco roto, decía la dependienta.
Me casaba al día siguiente embarazada de seis meses y vestida de blanco roto.
Sonreí y mi madre espió la curva de mis labios.
La señorita sonrió también con los dientes apretados para que no escaparan los alfileres.
Todas estaban en el otro lado del espejo.
Sólo yo parecía estar atrapada detrás de la cortina de mercurio.

Justamente frente a la tienda de novias había una agencia de viajes. La veía reflejada a través de la puerta de cristales. En el escaparate había un inmenso poster con un avión que, desde el azul eléctrico de un cielo falso, parecía embestir como un toro bravo a la torre Eiffel.

Me gustó y ya no pensé más en el vestido ni en aquella mascarada a la que me había dejado llevar sin protestar y sin saber qué decir.
Juro que estaba dispuesta de todo corazón a ser buena de una vez por todas.
Isabel no quiso venir pero me preguntó por teléfono si era aquello lo que yo quería.
Le dije que no. Ella sabía que yo siempre había querido escapar, de todo, de las calles, de la gente, del amor, de las casas y de los paisajes sin figuras. Pero ella era sólo una tía medio loca que se fue a vivir a París y no volvió jamás y yo estaba esperando un niño.

Él era profesor en la Universidad. Tenía un apellido lustroso. La familia tenía un carmen en el Albaycín aislado del exterior por una tapia de yedra y con un cartel que decía “protegido por alarma “.
Mi madre era feliz a pesar del pequeño inconveniente del globo en la panza. Al fín y al cabo yo no era la primera ni sería la última. Ella sentía la tapia de yedra como un nuevo útero para mí. Mi suegra pensaba que la chica era mona aunque no era lo que ella buscaba para su hijo.
Yo sólo miraba la foto del avión embistiendo la torre Eiffel.

Quería enjaular la fiera que me devora dentro. Juro y rejuro que quería ser buena y que puse todo de mi parte.

Quería ser vulgar y decir cosas vacías. Parir, joder los sábados, cocinar, ganar un sueldo a fin de mes, beber cervezas con los amigos en una terraza.Esas cosas que huelen a naufragio antes de oler a mar.
Quería acabar con el aroma de Paris en mi vida.
El juez era feo y se le movía una campanilla de carne bajo el mentón cada vez que hablaba. Pero la toga era de raso negrísimo y brillaba bajo la luz tornasolada de una lámpara de lágrimas.
El niño se movió durante la boda. Era como un ratoncillo que me provocaba dentera.
Un niño dentro.
El juez
La toga y la campanilla.
El banquete con tarta de cuatro pisos.
Flores blancas.
Gente elegante.
Hotel Washington Irving.
Vistas a la Alhambra.
No era feliz. Maldita sea.
Mal-di-ta-se-a.
A través de un visillo color violeta se transparentaban llas hojas de los tilos y entre sus ramas se filtraba a intervalos una luna grande e ingrávida, llena a rebosar.
Yo la miraba y me sentía bien.
Luego miraba dentro y se me cogía aquello en el estómago.
Como ganas de vomitar o de morirme.
No lo pensé. Fue influjo de aquella bola lujuriosa de genuino nácar, o de aquella sangre puro cianuro que siempre me ha hecho querer huir de los sitios y de la felicidad en rótulos de neón.
Me escabullí del bullicio y del menú.
Subí a la habitación .Metí en una pequeña maleta un par de pantalones y un par de camisetas y la Montaña Mágica de Tomas Mann.Escapé por la puerta de atrás.
Llegué a la estación ya bien anochecido. El tren hacia Perpignan estaba a punto de salir y quedaban plazas libres. Compré un billete y me acomodé junto a una ventana.
Leí toda la noche y dormí a ratos.
A veces entraba gente y veía sus rostros de cera como emergiendo de un sueño espeso.
No pensaba en nada. Todo lo que quedaba afuera era ya cosa de ellos. Yo estaba dentro del tren y estar dentro de un tren significa vivir otra vida ajena a cualquiera que hayas vivido antes.
Significa escapar sin límites sin culpas. Un tren es un animal mitológico alimentado de tristezas y sueños.

En Perpignan compré un billete para Paris. Y atravesé Francia comiendo bocadillos de tortilla y leyendo la agonía de Hans Castorp y los tísicos de la montaña encantada. “ Petit bourgois de la petit taché umide… cést vrai que tu m' aimes…” Claudia y Hans no tenían futuro. Eso los hacía tan trágicos y tan hermosos.

En Paris pedí auxilio a Isabel, como siempre.
Ella me buscó un hotel tranquilo en Belleville, cerca de su casa. Nunca me ha querido alojar en su apartamento. No le gustan los huéspedes.
No me llamó ni vino a verme.Y yo se lo agradecí no dando señales de vida.
LLoré en la ventana del hotel mirando las venas azules como afluentes de un río subterráneo que surcaba mi panza.
Lloré contemplando un Paris lluvioso y amargo.Lloré porque no quería aquel Paris ni quería regresar.
Ni quería nada.
Una mañana, tres días después, llamaron a la puerta.
Mi flamante esposo entró y no me reprochó nada.
Era lo peor , que él era bueno. Y yo mala.
Me abrazó, hicimos el amor, me dijo que me amaba mil veces y yo no se lo dije ninguna.

Después en el aeropuerto mientras esperábamos nuestro vuelo, en silencio, vi un avión que venía de embestir a la Torre Eiffel.
Nació el niño.
Viví la vida de la mujer del espejo de la tienda de novias.
Después llegó la niña y después ya no podía seguir soñando con Paris y lancé un ladrillo. Una araña de plata acabó con esa perfección del cristal que no parece hecha por mano humana.
Mi marido y yo nos dijimos adiós después de tomar un café en un bar de la plaza Bib-rambla.
Anochecía.
Salió y unos minutos después comenzó a llover.

La lluvia en una plaza con tiendas de flores es uno de los espectáculos más tristes del mundo, sin embargo, aquel crepúsculo que se avecinaba así, empapado y vacío, me trajo al corazón esa exaltación esa ansiedad de quien va a despertar en una isla.
Escribí algo en una servilleta del bar y cuando me fui olvidé llevármela.
De todas formas al día siguiente no habría empezado nada serio ni importante y cuando pensara bien lo que había hecho sentiría que me devoraba otra vez la vieja pesadilla…Aquella en la que siempre despertaba atrapada entre la herrumbre de un barco hundido.

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