miércoles, 10 de agosto de 2011

La mazmorra

Mi primer empleo fue en una mina. Yo tenía entonces la piel y el corazón suave de las hadas que duermen en lechos de plumas.

El sitio no me gustó desde que empujé el pesado portón de madera vieja; tan vieja que parecía sucia. No me gustó porque era oscuro y por el silencio.

En aquel sitio nadie hablaba. La gente se comunicaba con miradas torvas o medias sonrisas y la mayor parte del tiempo estaban mirando el suelo.

Yo detesto los sitios silenciosos y me guardo mucho de las personas de ojos huidizos.

Pero la cosa estaba en que una teoría ampliamente extendida obligaba a las hadas que rechazaban el matrimonio a ganarse la vida

En la gruta teníamos que coger unas piedras ásperas de angulos cortantes, que nos provocaban heridas en las palmas de las manos, y debíamos urgar en su interior con un cuchillo para buscarles el corazón.

No todas las piedras tenían corazón.

Algunos buscadores de corazones se habían hecho diestros en coger las piedras adecuadas, sopesarlas, olfatearlas y desecharlas después lanzándolas al vacío porque estaban hueras. Sin embargo cuando sentían el latido de la piedra de cristal, entonces les metían el bisturí para extraerla limpiamente.

Todas las piedras brillantes se metían en una caja de terciopelo y se llevaban a un ser misterioso al que debíamos llamar Don Misterioso.

A los tres días de estar allí les tomé manía a los buscadores de piedras, a todos, y aborrecí a muerte a Don Miseterioso.

A los cuatro días comencé a quejarme de aquel silencio atronador y sugerí añadir un sustantivo a los monosílabos para empezar y después tratar de honrar al adjetivo permitiéndole su entrada, limitada en un principio. Tenía esperanzas de que así suavemente, un río de lírica invadiría aquella renegrura.

Pero la única respuesta fueron miradas fugaces de advertencia. Declaré la guerra a aquellas miradas, y a los que sabían sopesar las piedras y a los que no sabían. Y comencé a echar pestes por la boca de Don Misterioso sin detenerme ya mucho en la retórica.

Yo siempre he sido un hada muy lista, con gran riqueza verbal; pero cuando ya no hay dios quién arregle las cosas, la lengua me pierde.

A los cinco días me dijeron que mi prueba había terminado insatisfactoriamente y que no era adecuada para el empleo. Antes de irme sopesé una piedra y se la tiré a Don Misterioso a la cabeza. Le hice un buen tajo. Desconocía que yo fuese tan certera en el arte de la ponderación.

Luego se repuso, el muy cabrón, y se hizo un despacho blindado con el corazón de la piedra que parece ser era uno de considerable calibre.

Yo pasé una temporada en la cárcel y después me dediqué al noble oficio de la filosofía y la vagancia.


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