martes, 9 de agosto de 2011

Alpino

Qué temblor, qué ansias. Allí estaba la caja alargada, la grande, la de los lápices de doce colores, con las puntas perfectamente afiladas y los cuerpos lustrados, sin huellas de mordiscos o de dedos sucios.

Cuatro azules diferentes, una gama de verdes y rojos y naranjas, y marrones y amarillos. La caja solo se abría por un extremo para dejar ver los filos como espadas, dispuestos a herir el papel.

También venía en el paquete el cuaderno de dibujo que olía a gloria.

Las paǵinas eran color seda salvaje, y eran gordas y asperas, listas para resistir el combate de los doce guerreros.

Qué angustia sobre la mesa los contendientes. Uno aquí, junto al cenicero donde mi padre había dejado ya veinte colillas de celtas cortos sin filtro. Otro allá, cerca del jarrón de cristal que mi madre rellenaba de maiz para que se sostuvieran las flores de plástico.

Miedo me daba abrirlos, miedo tocarlos.

Me senté junto a la chimenea y me quedé mirando las llamas. Les di la espalda, los ignoré, traté de ser la misma que era el día anterior a la misma hora. Pero la sangre seguía fluyendo a la deriva y el corazón latiendo como un potro, igual que cuando rompí el papel que los envolvía.

Oh señor, aparta de mi este caliz de amargura.

¿No te gusta el regalo que te ha traído la tía Isabel? Ni lo has tocado.

No podía responder.

Cómo decir a los ocho años que la tía Isabel no me había regalado nada. ¿Es que eran ciegos?

Es que no sentían el galopar de la sangre y el tambor del corazón. Cómo no podían ver el drama terrible de mi pérdida: Yo había sido regalada a esos objetos que yacían sobre la mesa junto al cenicero y al jarrón, bajo el sol falso de la lámpara de lágrimas de cristal.


No hay comentarios:

Publicar un comentario