lunes, 13 de febrero de 2012

Almudena





Dice mi madre que fue bella y para certificarlo me muestra una fotografía en blanco y negro, donde mi padre y ella miran con soberbia de niños del régimen al objetivo de la cámara.
Mi padre lleva un bigotito fino y un traje café con leche un poco arrugado. Ella, la tía Almudena, aparece etérea como uno de esas fabulosas flores de plumas que volaban al soplarlas. Cualquiera lanzaría una buena carcajada al leer el nombre de la tía junto a adjetivos amables; pero es cierto que en el espacio del retrato parece flotar en una atmósfera de gasa y que su belleza es indiscutible.
Los rizos de los cabellos aureolan el rostro tallado en mármol y un vestido de encaje resbala sobre los hombros menudos como una cascada de agua. Los grandes ojos, inmensos, oceánicos, contemplan inocentes y puros un mundo que nunca trató de entender.
Dice mi madre que se crió mimada y holgazana. Luego se casó y fue vaga y callejera, amiga del chisme y del embuste. El matrimonio se salvó porque el esposo se fue a trabajar a Dusseldorf y se limitó a enviar los “giros” que le permitían llevar una vida regalada.
Luego las dos niñas le salieron limpias y desde que levantaban un palmo del suelo comenzaron arrancar la roña de la casa y ella, la tía Almudena se dedicó ya en cuerpo y alma al oficio de la haraganería. Engordó como una bestia y enterró en algún lugar de aquella masa de manteca a la niña de la fotografía.
Pero si había algo que individualizaba a la tía Almudena de cualquier otro ser, era la absoluta esclavitud a los dictámenes de sus visceras: Odiaba y amaba con una facillidad resbaladiza, y en ambas cosas era exagerada y letal.
Si te amaba no podías respirar, al menor movimiento respondía ella con su adoración extrema o con un comentario feliz o una carcajada feroz. Era bastante molesta cuando amaba, pero siempre era preferible a estar en el objetivo de su encono.
Si te aborrecía no había lugar en el mundo donde pudieras cobijarte del cuchillo afilado de su lengua y no había nada que hicieras que pudiera complacerla. Acostumbraba a arrancarte de las manos la revista que estabas leyendo o a apagar la radio justo el galán radiofónico estaba a punto de besar por primera vez a la doncella inocente y virginal o desconectar el televisor argumentando que ella no pagaba recibos de luz para que “extraños” lo disfrutaran. No escatimaba adjetivos a la hora de criticar tu vestido preferido, “qué horror- escupía- donde has pillado ese guiñapo?” y proclamaba sin moderación que te veía fea, espantosa, impresentable, que le dabas asco. Y lo hacía por odio. Su odio era de una pureza albina, incontaminada. No he encontrado en mi vida un diamante tan perfectamente pulido como el odio de la tía Almudena.

Una de las veces en que el esposo regresó de Alemania fueron a la capital a comprar “gambas”. Las gambas eran un producto caro y exótico. Cosa de ricos. Ella, la tía, se esmeró mucho en preparar una deliciosa paella de arroz amarillo con pescado y “gambas”. Una auténtica tentación culinaria.
Como compraron muchas, las que quedaron las hicieron sobre las ascuas, en una parrilla y el aroma de la carne blanca y jugosa bajo la costra roja se escapó por puertas y ventanas. La prima Pilar y yo estábamos sentadas en el tranco de la parte trasera de la casa de sus abuelos, el tranco que daba a las cuadras y corrales, con los ojos perdidos en las vastas extensiones de de rastrojos. Desde allí nos llegó aquella fragancia del mar.
Era hora de dejar la vida contemplativa del tranco y hacer una visita a la tía Almudena. Cuando llegamos estaban todos sentados a la mesa. El tío Pepe, las primas y ella, dando cuenta de los jugosos crustáceos marinos ; y no solo de la carne de las colas; también chupaban las cabezas con devoción casi religiosa, como si más que comer estuviesen cumpliendo un ritual.
El tío Pepe era buena persona. Se le partía el alma de vernos sentadas allí, al fondo de la sala, contemplando el festín con los abiertos de par en par y los labios entornados, brillantes de saliva. Todavía menos que perros, porque Canela, la perrilla de la casa, estaba recibiendo restos del banquete junto a la chimenea.
En un alarde de valentía cogió un platillo y puso sobre el seis gambas, de las más quemadas, para no provocar demasiado y se dirigió a nosotras. “Esto no lo habéis probado nunca, vereis que cosa más buena” dijo justo cuando el platillo estaba volando hacía el fuego de la chimenea.
La bestia lo había interceptado en el camino y prefirió ver arder las gambas que en nuestro estómago. Después comenzó a llorar y a acusar al tío Pepe de no querer a sus hijos y de quitarles la comida de la boca para darla a desgraciadas como nosotras que no tuvimos un padre capaz de irse al extranjero a ganar marcos para comprar gambas. El tío Pepe siguió comiendo en silencio.
Pilar y yo nos fuimos pronto porque allí había ya poco o nada que hacer.
Recordamos esto las dos, Pilar y yo, charlando el día del funeral de mi hermano, un día gris y opaco sin pájaros ni referencias en un horizonte devorado por la niebla.
Mientras susurrábamos los recuerdos de la niñez, la tía Almudena, convertida ya en una montaña de pomada en la que a duras penas se distinguían dos bulbos turbios e hinchados, nos amaba y nos miraba con ojos mansos y sonrientes.





No hay comentarios:

Publicar un comentario