martes, 11 de octubre de 2011

Penélope II

Las escribía cada tarde
mirando como las amplias
copas de los abedules
agujereaban
las nubes
Esas nubes gordas
y mortecinas
que caían sobre los hombros
como mantas mojadas


Escribía al atardecer
sus poemas de amor
a él
el héroe
de ojos inmensos
de manos sabias
de piel de cuero lustrado
que enarbolaba entre sus piernas
la bravura de su pene como una flecha asesina.


Sus poemas de amor.

A él.

A su rey.
A su dios.
A su señor


Algunas tardes
emergieron diminutos lagos
azul marino
sobre el papel herido de letras.
Ese pequeño legado
de lágrimas
y tinta
dulces cartas
de amor
atadas
con lacitos de seda
color violeta
y envueltas
en una servilleta
de fino encaje
dentro de una caja
de cartón satinado
en el cajón de una cómoda de señorita enamorada
y sola.

Ese bulto bajo las sayas y los corsés
y bajos las braguitas y los sostenes de tela suave
era un latido
un bumbum delator
del abandono y de los años que iban
impíamente
amarilleando
las delicadas piezas
de fina lencería.

Mientras la vida de ella
fue un derrame de amor
sobre papel con flores
mariposas y corazones
La de él fue
un ir de acá para allá
de mano en mano
de estación en estación
hasta que un día
se quedó
entre los brazos de una tal Calipso
y nunca más volvió
Ni siquiera sabía que había un cajón lleno de cartas
esperando unos
ojos que las leyeran.
Y que esos ojos eran los suyos
los mismos que tantas veces
nadaron en los lagos de los te quieros
tantas
que acabó
olvidando
todos
los
caminos de regreso

Alguien debió haberle dicho
a ella
que estaba escribiendo
cartas a un muerto.

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