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Compré un puñado de esas flores que me gustan
y cuyo nombre siempre olvido.
Esas flores que son como puños cerrados
y cuando se despiertan son como manos abiertas
y despiden un olor intenso
un aroma a mujer vivida
o a alma manchada.
La chica que vende las flores es árabe
me dijo buenos días y dijo mi nombre
con la hache aspirada
y me puso de buen humor ese suspiro
perfumado
emergido del fuego de arenas lejanas.
El sol estaba estampado en el cielo
bien puesto,
con su bola de cobre viejo
y su melena de trigo nuevo
y el cielo era de un azul que daban ganas
de recortarlo para hacerse un vestido
o al menos un pañuelo.
Regresé a casa por el barrio judío
donde las sombras tienen perfiles aguileños
y las rosas de los balcones se rozan
y se susurran entre sí palabras
obscenas.
Me paré en el quiosco de las hermanas Torregrosa
para comprar la prensa y una revista mensual
de arte
que no había llegado todavía.
Vicenta Torregrosa tenía los labios pintados color naranja
y un generoso escote sobre el que se mecía
un camafeo dorado con una foto antigua
Pascuala Torregrosa bebía whisky
de una petaca plateada
Todavía no estaba borracha y no cantaba
esas canciones del sur tan hermosas
que el barreno del licor le extraía de adentro.
Me preparé un café bien fuerte
me llamó una amiga y quedamos para tomar otro
Trabajé un rato. Bebí un refresco
comí unas manzanas y me asomé al balcón
escuché una canción leí un libro
llamó mi madre, me contó una historia triste
terminé un tratado sobre tempus fugit
sobre carpe diem
sobre ubi sunt homo viator collige virgo rosas
pulvus sumus
memento mori
y esas cosas con que se viste de domingo
la muerte
escribí este poema
y entre cada línea el terror fue creciendo
el pánico
de que este fabuloso edificio
coronado por la tiara del sol
abanicado por los penachos de las palmeras
perfumado por una flor
que se llama
peonia
-ahora me acuerdo-
sea tan frágil como un castillo de arena
y que esté en tus ojos
que sus paredes sean el acero de la morada de la reina
o la triste ruina de un ser despojado.
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