martes, 26 de junio de 2012

La sombra





No había otro recuerdo anterior, así de nítido. Recordaba al abuelo Federico con una camisa muy blanca y la chaqueta y el sombrero y la cara tostada y magra; pero no podía distinguir a las claras si esa fugaz escena donde aparecía tan nítido y tan real era producto de su memoria o si era prestada, porque lo recordaba igual que estaba en la foto del día en que el tío Carlos cantó misa y todo el pueblo se reunion en la plaza del “estituto” para la celebración. Ella también estaba en una de esas cartulinas pequeñas en blanco y negro donde se arracimaban más de cien rostros, que a pesar de ser tan diminutos como cabezas de alfiler eran todos reconocibles. Era maravilloso eso de la fotografía. Sobretodo las fotografías con mucha gente donde todas las caras tenían sus propias facciones y una se maravillaba cuando identificaba a alguien que había estado oculto a todos los ojos entre la masa de grises. La pescaera. La niña mema. El cristiano. El sereno.

Lo veía llevándola de la mano para cruzar la carretera, una carretera donde el tráfico se limitaba a unos diez vehículos diarios, la mayoría conocidos -la furgoneta del Picante que traía provisión para las tiendas de ultramarinos, el coche del semanero que venía cargado de hilos de  retales y de telas con nombres rotundos como tergal o franela y suaves como encaje o naylon,  para las costureras; la moto del pescadero con una raquítica carga de jureles, almejas, boquerones y sardinas, el autobus de línea, “la alsina” que se detenía detrás de la casa de la Borbona, en un apartado oscuro y escupía tres o cuatro pálidos viajeros: una mujer con un niño de la mano o asiendo una bolsa o un hombre que seguro venía del medico.- ;pero quizá lo veía porque se lo habían contado; que era muy bueno y cogía a los nietos de la mano para que no los pillara un coche o se los llevara un mantequero.
   Sin embargo el otro recuerdo no podía ser de nadie, no provenía de otra memoria porque estaba sola, subiendo la calle, entre la casa de la Enriqueta la que vendía caramelos de nata, y la de la abuela Adela.

Y era verano porque la sombra era gorda y ancha y se pisaba al caminar. Llevaba el babero de la escuela, el uniforme de rayas celestes y blancas y las trenzas muy menudas por culpa del pelo tan fino. Todo eso lo había visto mil veces al cerrar los ojos y nunca encontró una explicación a esta escena, a lo que pasó antes o después. Si escapaba de las cosas de ellos, de los otros, los grandes o si caminaba simplemente porque iba a hacer un recado.

Avanzaba sin moverse. Así se quedó el recuerdo. Una imagen menuda clavada a su sombra en la calle. Sin embargo el recuerdo desembocaba en la casa de la Paquita.

La casa de la Paquita era un sitio donde se estaba bien, donde ella era simplemente ella. No había otro sitio donde se pudiera ser ”ella” sin llevar la señal de lo que pensaban o sentían los adultos grabada, como la marca sobre el ganado estampada sobre la piel del animal inmovilizado, sin capacidad de resistencia.

La Paquita tenía una hermana jorobada y pequeña como una niña y un buen padre que ocupaba su silla y comía en silencio sin molestar a nadie. Su madre se había muerto cuando las dos eran muy niñas. Y la hermana, aún siendo tan poca cosa se ganó el respeto de todos porque se convirtió en madre de la Paquita y mantuvo a su padre limpio y bien comido.
  En la casa de la Paquita no había historias del pasado que ahogaran a los niños o les convirtieran en herederos de todo ese bagaje de miseria. Allí se sobrevivía con poco y la Pepa, la jorobada, cantaba como un ángel.

La casa era muy pequeña y los pocos muebles tenían un aspecto pardo y cochambroso, pero cuando se dejaba caer  la opaca cortina de tela alpujarreña el verano quedaba fuera, con su luz delatora de todo lo que vive y respira, y la penumbra era fresca y olía a jabón de caustica, de ese que las mujeres hacían con aceite viejo en grandes lebrillos. En l a planta alta solo había un cuarto con el suelo desigual sobre el que cojeaba un destartalado lavabo. La cama  era de hierro y el colchón estaba formado por una malla oxidada de hilos de metal. Sonaba como un cataclismo cuando se dejaban caer en la cama. Por eso la Paquita echaba la manta en el suelo y se tumbaba bocabajo.

Ella sabía lo que tenía que hacer. Cogía el peine de la repisa del lavabo, le deshacía las largas y tupidas trenzas, trenzas de pelo vasto y duro tan diferentes a sus escuálidos latiguillos,  y la peinaba y la repeinaba hasta que se quedaba profundamente dormida, como un cachorro.

El recuerdo de la niña que subía la calle bajo un sol de fuego, clavada para siempre en la estampa oscura de su sombra, de ese día exacto, sin nombre ni lugar en el calendario, acababa ahí, en el sueño manso de la Paquita y continuaba  afuera, donde había casas grandes y luchas por pedazos de tierra y donde las mujeres debía oir ver y callar. Callar lo bueno de adentro, y escupir lo malo. Eso era lo que rodeaba a la frágil sombra que se negaba a moverse.



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