Ayer solo me asustaba que en medio de la ciudad
-tan grande y tan ajena-
no encontrara un prójimo.
Que, mirando una muñeca en una vitrina,
aferrase una mano extraña
y al levantar la visa
para comprobar que todo iba bien
que mamá sonreía desde arriba;
no me acariciaran sus ojos,
sino otros mucho más fríos y lejanos.
Ayer bastaba cambiar de mano,
escuchar las risas, allá arriba,
que avalaban mi error de cálculo,
para aliviarme del miedo.
Ayer me asustaba la oscuridad,
que generaba nubes negras a mi alrededor
hasta quitarme el aliento.
Ayer, cuando los rayos y los truenos,
cuando el viento y el rugido de la noche
digiriendo la pobre luna
quebraban el delicado ingenio
por el que circulaba el milagro
de la electricidad.
yo despertaba gritando,
dando manotazos a las paredes
buscando la ventana en el muro equivocado,
aplastada por el hollín de la noche.
Pero bastaba el soplo azulado del relámpago
delatando la rotundidad de un mundo con formas
para que el potro del corazón se calmase.
Pero un día comenzaron a asustarme
cuadros sin figuras,
aullidos reclamando vida
o proclamando su angustia
de criaturas sin sentido.
La noche.
La sombra de dios sobre los hombres,
el dominio de los hombres sobre las mujeres,
el amor de las mujeres sobre los niños,
la atracción de la sangre sobre los carnívoros,
el secreto poder de la flor sobre la abeja.
Mi piel desnuda
mi cuerpo
si camino de regreso.
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